El templo de Santa Eulalia, lo pensé mientras entraba en él por las escalinatas de su puerta principal, parecía de lo más indicado como escenario para las confesiones de Rosa. En primer lugar su torre, situada justo en el centro de la fachada, apuntaba hacia el cielo de manera firme y erecta, tal que puntiagudo falo. Después, ya dentro, nos acogerían las ojivas góticas de las naves, el olor a incienso- al que era muy aficionado el párroco de la iglesia -y los altares barrocos, recargados y tensos, pero emanando siempre una cierta lujuria, por lo menos escultórica.

En aquella misa de viernes eran pocos los feligreses asistentes, casi todos ellos de edad avanzada. Las restricciones presupuestarias habían favorecido las inclinaciones hacia lo medieval del sacerdote a cuyo cargo estaba el culto y así las lámparas eléctricas habían cedido mayormente lugar a cirios, velas y otras luces de bajo costo. Sólo el altar mayor, en el que iba a oficiarse la misa, se hallaba bien iluminado, mientras que el resto del magno espacio permanecía en la semipenumbra, apenas visibles las naves laterales, punteadas de débiles llamas en altares y columnas.

Al acercarme hacia el altar mayor pude ya ver a Rosa, que se había situado un poco alejada de la mayoría de los devotos presentes, que ocupaban los primeros bancos frente al impresionante retablo barroco. Saludé a Rosa con un movimiento de mi mano derecha y ella me respondió, muy seria, con una inclinación de cabeza. La verdad sea dicha, aquel cambio de Rosa hacia la seriedad total ya empezaba a alertarme y me hallaba yo en tensión pensando en qué iba a contarme la joven. Desde luego, aquello de broma parecía tener poco y si lo era había que reconocer que Rosa era muy buena actriz y que yo, el embromador, habría resultado en este caso ser el embromado.

Sentados ya uno al lado de otro, muy pegados para poder hablar sin ser oídos ni molestar a los presentes, Rosa empezó su relato. Pero incluso entonces el sonido de su voz nos pareció excesivamente estrepitoso, dada la naturaleza y ambientación del lugar, de forma que acabamos los dos inclinados hacia delante y ella hablándome en susurros y moviendo sus labios junto a mi oreja.

- Yo tengo novio -empezó a decirme Rosa. 

Asentí con la cabeza, esperando con interés qué vendría a continuación, porque evidentemente el primer enunciado tenía poco de pecaminoso. Sin embargo, mi curiosidad fue rápidamente satisfecha.

- Tengo novio y me gusta hacerlo sufrir. ¡Me gusta mucho!

¡Vaya, vaya! Miré a Rosa a la cara. Sus ojos verdes parecían haberse encendido y destellar con un goce indudablemente sádico pero también los ensombrecían por instantes el pesar y la duda, todo se solapaba y ocurría casi al mismo tiempo. La cara de Rosa había perdido su dulzura ordinaria y se había endurecido, la suavidad de sus rasgos parecía ahora transmutada, centímetro a centímetro, en cortantes y afiladas aristas bien dibujadas.

- Yo follo mucho, me gusta mucho follar, me encanta... Pero a mi novio lo tengo pasando la mano por la pared...

Rosa me explicó que su novio era un deportista y estudiante de ingeniería, dedicado con pasión a ambos quehaceres. Anselmo, que así se llamaba, carecía sin embargo de picardía en muchas de las cosas de la vida y en lo amatorio era muy ingenuo e inocente. A Rosa le encantaba contemplar a su apuesto nadador, pasearlo para que lo vieran sus amigas y escucharlo embobada cuando le hablaba de ciencia, de tecnología o de deportes, pero le parecía tremendamente soso en la cama. Tras intentar durante unos pocos meses mantener la fildelidad a su novio, como los cánones exigian y fiscalizaban la familia y las amigas, Rosa, llevada por su natural lujurioso, cayó un día en el engaño de manera un tanto fortuita y fue tal el placer que experimentó que, como una yonqui que se reengancha, a partir de entonces no pudo dejar de follar con toda aquella persona que, ya fuera hombre o mujer, se le ponía a tiro, era de su apetencia y se dejaba. Su actividad sexual, renovada e incrementada, hizo imprescindible que se convirtiria en una experta en la trampa y la ocultación, actividades éstas que no había desarrollado hasta entonces pero para las que se manifestó muy dotada. 

Cuando un día, tras una maratoniana orgía de casi un día entero, se encontró con su novio de nuevo, realmente estaba exhausta y, situación muy rara en ella, no tenía deseo sexual alguno. Así pues, tuvo que privar al buen Anselmo de su desahogo, de su sesión de sexo semanal que él, a pesar de su sosez, necesitaba como el agua. Anselmo quedó aquel día muy desconcertado y su ánimo llegó a encresparse. A partir de entonces Rosa empezó a repetir estas situaciones, al principio de manera espontánea, casi sin darse cuenta, y luego ya con mayor conciencia. Fue evidente para ella, cada vez más claramente, que disfrutaba mucho viendo padecer a su novio. Finalmente, aquello empezó a angustirla un poco, porque, a pesar del tremendo placer que experimentaba, se sentía una malvada. Y cuando se sentía así, también de manera sistemática, empezó a llamar a José y a quedar con él.

José era un gitano que trabajaba de bailador en tablaos de bares de la costa turística y que Rosa había conocido en una de sus noches de farra con las amigas. El gitano estaba dotado de natural para el sexo y conseguía poner siempre a Rosa a mil. José vivía con uno de sus muchos hermanos, que se había quedado inválido en un accidente y estaba postrado en una silla de ruedas. El enfermo tenía una apariencia bastante repulsiva, ya que además de su parálisis había contraído una enfermedad de la piel que lo llenaba cada cierto tiempo de pústulas y de manchas rojizas, el aliento le apestaba y encima estaba obsesionado en ir completamente desnudo, porque afirmaba que la ropa le molestaba. Rosa no sabía de la existencia de Genaro, el hermano de José, hasta que un día, justamente cuando estaba siendo enculada por un vigoroso José sentado en una silla, se abrió la puerta de la habitación- estaban en la vivienda de José -y aparició el enfermo, que se quedó mirando a los folladores. Rosa se asustó e intentó descabalgar pero José la sujetó con firmeza y con mayor firmeza continuó empalándola. Asustada y muy tensa, Rosa tuvo sin embargo, sorprendida, una descarga monumental, mientras el enfermo se pajeaba viéndolos a ella y a su hermano. A partir de ese día Rosa, que ya estaba afectada por su infidelidad constante a Anselmo, vino a asociar sus remordimientos con las cópulas desvergonzadas ante el paralítico, como si éstas fuesen una especie de castigo por su comportamiento. Así lo sentía Rosa porque, si bien era cierto que en aquellas circunstancias acababa teniendo orgasmos formidables, ello no impedía que sufriera mucho y experimentara un asco intenso ante la presencia de Genaro. 

El efecto que le producía a Rosa contar estas historias resultaba evidente. Su voz se había ido tornando de una suavidad melosa y el aliento se le aceleró y se hizo audible. Un brazo había caído entre sus piernas, posándose a buen seguro sobre un sexo ansioso, palpitante tras la membrana de sus leotardos  de rayas blancas y negras. Le cogí el brazo y lo aparté de aquel desfiladero. Rosa suspiró algo molesta, pero acató mi orden.

- ¿Qué hago? -me preguntó al finalizar provisionalmente su relato.

Me quedé mirando el altar barroco, justo en el momento en que la misa había llegado a la consagración, cuando la hoja de pan ácimo se transforma en la carne del Hijo de Dios y el vino en su sangre, que después serían comidos por el sacerdote y los fieles. El poco enmascarado rito canibalístico parecía encajar perfectamente con las truculentas historias de Rosa. Además, enmarcado por el ábside del templo, el retablo del altar parecía una llama dorada elevándose hacia el Todopoderoso. Sin embargo, su ángel caído Satán también se quería hacerse presente, pensé. Pero no podía dramatizar tanto, por entretenido que fuese, Rosa necesitaba consejo. 

- Te voy a imponer una penitencia dura -dije a la joven.
- No esperaba de ti otra cosa...
- No te lo tomes a broma. Me has pedido consejo y te lo daré. ¡¡Vas a contarle a Anselmo todo lo que me has relatado a mi!!

Tuve que sujetarla porque quiso levantarse airada.

- ¡¡Éste es mi consejo... y mi penitencia!!
- ¿Qué va a pasar? ¡Me va matar mi novio!
- Lo dudo, si realmente es como me lo has descrito. Pero sí que se va a llevar un buen susto. ¡Puede que te deje! Pero... ¿Acaso no gozas con las situaciones tensas?

Le expliqué que a mi entender no era justo que disfrutase a costa de su novio como lo hacía. Pero tampoco era deseable que una mujer de temperamento fogoso como ella se cortase las alas. Debía ser valiente y saber moverse en el filo de la cuchilla. Si se  dejaba entrampar por convencionalismos se haría daño, pero también se lo podían hacer otros, si no era mínimamente prudente. Rosa, ya más calmada, parecía hacerse a la idea.

- Distinto será- añadí -si una vez puesto al corriente, tu novio admitiese las situación...
- ¿Tú crees que podrá admitirlo?
- Es difícil, pero nunca se sabe. La vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida... como decía la canción.
- ¿Y sobre mis folladas con José y su hermano qué piensas?
- Esta será otra parte de la penitencia...
- ¿Más penitencia? -dijo Rosa con algo de mala cara.
- Sí, más penitencia. Quiero estar presente en tu próxima follada con los dos gitanos.

Los ojos de Rosa se iluminaron entonces como dos faros verdes y sonrió ampliamente.

(Continuará)