La joven Adela, con la mirada perdida en algún punto indefinido frente a ella, permanecía de pie y sin contestar a su padre, que con la ventanilla del coche bajada le preguntaba una vez más:

- ¡Adelita, que no te has despertado aun esta mañana! ¿Te acompaño o no a la facultad? Hoy he de pasar muy cerca del campus de la universidad, no me cuesta nada acercarte... ¡¡Eh, embambada!! ¿Qué me dices?

- ¡Vete papá! -acertó a balbucear la estudiante -Iré en el metro, porque antes, antes... ¡He de hacer unas cosas!

- ¡Pues que te vayan bien las cosas! ¡Y despierta ya Adela!

Tras deshacerse de su solícito progenitor, Adela se encaminó hacia la cercana parada del metro, mientras una creciente sensación de desasosiego y de angustia tomaba posesión de ella. Durante unos minutos tuvo que detenerse porque no pudo evitar prorrumpir en llanto y se ocultó en la entrada de uno de los edificios de la calle. Después continuó su marcha, paso a paso, escoltada parecía por guardianes invisibles que la forzaban a no detenerse, como una víctima que se encamina al altar de algún dios sanguinario para ser sacrificada.

Antes de bajar las escaleras del suburbano, Adela se paró, como si estuviese frente a las puertas del infierno, y volvió a llorar. Durante una semana se había librado en su interior una durísima batalla en la que frente a frente se encontraron dos rivales poderosos: por una lado todo aquello que se le hubiese enseñado hasta entonces sobre el sexo y como comportarse ante sus exigencias; también lo que ella misma vivió, desde que despertaron sus impulsos, sin necesidad de que nadie la adoctrinase. Por otro una recién descubierta pasión, que su pensar ordinario no dudaba en etiquetar de demoníaca, en la que se amalgamaban el miedo, el asco y una lujuria tan intensa que jamás la hubiese podido concebir hasta su súbita aparición, hacía siete días.

Fue el martes anterior cuando, a la misma hora casi que la que en estos momentos marcaba el reloj, tomó el metro para marchar hacia la facultad. Los martes tenía su primera clase a las once de la mañana, de forma que tomaba el metro a las diez, en un momento en que éste no se encontraba abarrotado de pasajeros. Se sentó en uno de los asientos libres y, tal como tenía por costumbre en estos casos, se puso a consultar su cuenta de twitter en el móvil. Al poco se puso a su lado un individuo cercano a la setentena, alto y algo demacrado, casi calvo pero con una media melena blanca en el cogote. Vestía un traje gris con camisa blanca, con un pañuelo rojo al cuello en lugar de corbata y zapatos negros no muy limpìos. Su aspecto, en general, parecía una extraña mezcla de pulcritud y descuido, como si representase los restos de un pasado de esplendor ya extinguido. Los ojos de aquel hombre, sin embargo, luego Adela lo pensaría, semejaban dos pequeños cráteres volcánicos dispuestos a lanzar lava.

Aquel primer día, el singular personaje se sentó junto a ella, haciendo desde el principio evidentes sus intenciones. El vagón estaba semivacio y los asientos libres en su mayoría. Pero el sátiro no dudó en pegarse a Adela. El primer impulso de la joven fue el de levantarse para ocupar otro asiento pero un algo indeterminado la detuvo. Miró de soslayo al viejo, comprobando que éste observaba sus tetas con una mirada tan encendida que la asustó. Adela gustaba de exhibir sus pechos rotundos y aquel día vestía un jersey con escote particularmente provocativo. Le llegó el aliento del hombre, que le pareció tenebroso. Sí, lo etiquetó con esa palabra justa, que parecía no tener demasiado sentido para un olor. Sintió asco, pero se dio cuenta de que había acomodado de manera instintiva la postura para mostrar mejor sus tetas al obseso que la acosaba. Entonces el lascivo personaje se arrimó más a ella y le rozó una teta con el brazo, en un movimiento deliberadamente lento y nada casual. Adela se levantó  como impulsada por un resorte y se marchó casi corriendo hacia otro vagón. Casualmente un guardia de seguridad llegaba en sentido contrario y al verla tan alterada le preguntó si le pasaba algo.

- ¡Aquel hombre! - dijo Adela señalando al sátiro.
- ¿La ha molestado?
- Sí... he tenido que levantarme...

El guardia se dirigió hacia el hombre del traje gris y Adela pudo ver como mantenía una discusión con él. Pero ni el agente de seguridad ni el viejo elevaron la voz, de forma que no supo qué se decían. Sin embargo le quedó claro que su acosador no se había acobardado ante el uniformado. Cuando ella se bajó en la siguiente parada los dos hombres continuaban hablando y Adela, asombrada, observó como el sátiro le hacía una ligera señal de despedida con la mano. Sintió que emanaba de él una lascivia furiosa pero al mismo tiempo, y su pasmo era grande al constatarlo, se consideraba tremendamente respetada y adorada. Todo en conjunto le pareció una locura. Su corazón tamboreaba con fuerza y los redobles se hicieron más intensos al percibir como sus pezones duros pretendían perforar la tela del jersey y un hilillo de flujo se le deslizaba por el muslo izquierdo. Ya en el exterior, sintió arcadas y tuvo que detenerse para vomitar en el alcorque de un árbol. Pero las violentas sacudidas no fueron sólo de su estómago sino también de su sexo. En un día de novedades que jamás hubieran podido ser pensadas, Adela comprobó que podía vomitar y correrse al mismo tiempo. Tuvo una orgasmo largo que impregnó todos sus músculos y vísceras, un orgasmo de los que se desearían eternos pero que venía acompañado de terribles remordimientos y del sinsabor del vómito. Mas en cada punto de tiempo en que la angustia, la fustigación interna y el malestar querían poseerla, el placer la succionaba cobrando mayor fuerza. Las olas de negrura rompían así una vez y otra y otra, transformándose en estallidos de luz cegadora, alargando e intesificando el orgasmo. Con dificultades llegó Adela hasta un banco, donde sólo al cabo de media hora se sosegó su cuerpo. Luego marchó hasta el césped del campus y exahusta se durmió, despertando unas horas más tarde sorprendentemente fresca y de buen humor.

(Continuará)