Me había ocultado en aquella taberna de colores estridentes pero tristes. La paleta de Van Gogh había sido desprovista allí de su luz, tornándose plomiza, aunque los amarillos, rojos, azules y verdes, no dejasen de estar presentes. Sobre la barra, chapada en su frente de madera pintada en verde oscuro, hecha en su plano horizontal de un marmol blanco ya muy desgastado, estaba mi bebida, un pequeño vaso de licor. Bebía yo a sorbos muy pequeños, separados uno de otro por el miedo, más que justificado.

Porque ahora sabía que mis perseguidores se encontraban casi al lado. El sonido de los disparos de sus pistolas, el tableteo de las armas automáticas se había dejado sentir muy cerca, en el antiguo taller de carpintería de mi abuelo, ahora convertido en aparcamiento de coches. Era evidente que me buscaban allí, a solo unas pocas decenas de metros de distancia de donde realmente me hallaba y que no tardarían en dar conmigo.

- ¿Por qué le persiguen? -me preguntó amable pero muy distante el propietario de aquel antro, acercándose a mi tras la barra.

- La verdad, no lo sé... ¡quizás he cometido muchos errores!

- Todos los cometemos, sin duda. Sin embargo he de decirle que lo siento por usted, cuando estos desalmados la toman con alguien porque sí, sin demasiado motivo, es cuando suelen ser más crueles. No espere una muerte simple.

Asentí acongojado y la miré a ella, sentada a poca distancia de mi. Su belleza me dolía. Suave y melancólica, casi me hacía llorar cuando mis ojos magnetizados querían recorrer todas y cada una de las curvas de su cara y de los lascivos recodos de su cuerpo. Se exhibía sorprendente y provocativamente desnuda, atada con elegante bizarría con una soga roja, mostrando con desvergüenza sus pezones encabritados y un sexo rasurado y pequeño pero prominente. Me miraba con languidez, entreabiendo los labios, quizás con pena, aunque pequeños relámpagos de malignidad destellaran de vez en vez de sus ojos alargados.

- Está loca, mírela usted, aquí desnuda- comentó ahora el tabernero - Pero nadie se atreve a decirle nada. ¡Es la puta del gran padrino, su Magdalena! Parece que a él le encantan esas provocaciones de la hembra.

El deseo poderoso hacia aquella mujer se aleaba con un miedo feroz ante mi muerte inminente a manos de los mafiosos. Ya venían estos entre risas y disparos de advertencia hacia la taberna, tras haber dejado el antiguo local de mi abuelo.

- Estás perdido- me habló ella, Magdalena, entonces  -te van a matar sin duda. Me atraes, lo reconozco. ¡Tanto miedo y sin embargo puedes desearme, te queda fuerza para ello! ¡Tenme si quieres, éntrame! ¿No será ésta una de las mejores muertes?

Diciendo esto la mujer se levantó y, yendo hacia mi, me arrastró con suavidad hacia una de las sillas de madera. Me desnudó con reverencia, ante el asombro del tabernero y de los pocos parroquianos presentes, y luego, haciendo que me sentara, se clavó mi verga en su coño abrazándome con ternura y llenándome de caricias. "Está muy dura", constató. Sentí su orgasmo silencioso y como su vagina, espasmo a espasmo, cubría mi miembro de besos. Luego vi ya frente a nosotros a mis perseguidores. Los sicarios contemplaban la escena asombrados, sin saber qué hacer.

- Matadlo y punto, aquí mismo y ahora, rápido. Es lo que quiero y cuidado con no hacerme caso. -ordenó Magdalena.

Los matones se miraron entre ellos. Era evidente que temían a la mujer. Uno de ellos acercó el cañón de la pistola a mi cabeza mientras mi peculiar protectora se me pegaba al cuerpo haciéndome sentir una vez más sus pezones punzantes. El hombre disparó.