Todo empezó una tarde gris, cuando me tomaba un café en uno de mis locales preferidos del centro de la ciudad. El Plaza era una cafetería pequeña que principalmente hacía su negocio con las mesas de exterior, que siempre se llenaban cuando el tiempo lo permitía. A mi, sin embargo, me gustaba entrar dentro y hacer mi consumición sentado en uno de los taburetes de la barra. Me encantaba el chapado de madera de las paredes, ya desgastado y de barniz oscuro, en el que colgaban algunas fotos en las que la plaza de Santa Eulalia aparecía retratada a lo largo de los años y otras del ya fallecido Andrés Sierra, antiguo propietario del Plaza, varias de ellas memorables, como aquélla en que aparecía en la liberación de París, al final de la segunda guerra mundial, vistiendo uniforme de la legión francesa.

Justamente, cuando estaba yo contemplando, un poco absorto, la foto comentada, me sacó de mi ensimismamiento una voz de mujer:

- ¡Era un tipo aventurero mi bisabuelo, ¿eh?!

Detrás de la barra estaba una joven de veintipocos años que, sin haberme dado yo cuenta, había sustituido al camarero que me acababa de atender hacía unos diez minutos. Tal como había dicho, era una de las bisnietas de Andrés Sierra y, por azares de la fortuna, la cafetería era ahora suya, como me comentó muy locuaz, tras haber pasado por bastantes manos ajenas a la familia.

Aquella joven, de inmediato fue evidente, parecía una ametralladora verbal, pero tenía una voz muy agradable, un rostro dulce, hermosos ojos verdes de mirada despierta y, además, era de esas personas que, hablando mucho, consiguen decir cosas en su mayoría interesantes y pocas tonterías. Siguiendo pues mi tendencia natural, que es la de escuchar cuando mi interlocutor es persona sensata, fui asimilando el discurso de Rosa y haciéndole preguntas de vez en vez, con lo cual me puse al corriente de las andanzas del bisabuelo y de una parte importante de la historia de su familia. Luego Rosa se fue a servir a unos clientes y cuando ya iba a marcharme me invitó a lo que yo quisiese, que fue otro café. Cuando me lo puso, en la televisión estaban pasando una película de ambientación decimonónica y, justo en aquel momento, una mujer se confesaba, de rodillas y a través de la preceptiva rejilla de separación, con el sacerdote, en apariencia un capuchino de pobladas barbas.

- ¿Qué morbo, eso de las confesiones, no? -me dijo riendo Rosa.
- ¿Morbo? -contesté yo incrédulo, recordando los padecimientos de mi adolescencia cuando era obligado a acudir al confesionario.
- Yo no me he confesado nunca -siguió Rosa -pero me imagino contando mis pecados a un hombre como éste de la película y creo que me pone... ¡Sí, me pone mucho!
- ¿Y qué pecados contarías tú?
- ¿Yo? De sexo y de follar, claro, esto es lo bueno.

Entonces tuve una de mis ocurrencias y dije a Rosa lo que pensé era una broma:

- Pues si de confesarse se trata... ¡Imagínate que soy yo el confesor!

Para sorpresa mía, Rosa, que hasta entonces había estado siempre sonriendo, se puso seria.

- ¿Te atreverías a ser mi confesor? Desde luego sabes escuchar... ¡Y casi seguro que aconsejar también!

Tuve que reconocer que la apreciación de Rosa era cierta en bastantes  casos.

- Además- Rosa continuaba embalada pero ahora sin perder la seriedad -tienes una pinta como de religioso pero también de tío pícaro... Pareces, pareces... ¡Un apostol lascivo! ¡Seguro que lo disfrutabas! ¿Me confiesas?

Dije a Rosa que estaba de acuerdo en confesarla pero que lo tenía que hacer en la iglesia de la plaza, la de Santa Eulalia. Tuve esta segunda ocurrencia en parte porque continuaba pensando que Rosa había seguido mi broma inicial.

- ¡De acuerdo!- contestó Rosa decidida - A las seis acabo, hoy es viernes y creo que abren la iglesia a eso de las siete para una misa. Me lo contó una viejecita que viene aquí a tomarse un café con leche por las tardes. ¿Te viene bien?

Asentí. Realmente, ¿qué podía haber más interesante que conocer los pecados de Rosa?

(Continuará)