(I)

- Póngame una dorada. Preparada para hacer a la plancha...
- ¿Grandecita?
- Bueno, más o menos, mediana...

El rojo de los labios pintados pintados de la vendedora de la pescadería destacaba más con sus vestimentas blancas recién puestas y su cofia de redecilla. Era bajita y regordeta pero muy sensual, seguramente un torbellino sexual si alguien era capaz de darle al off del encendido de su reptiliana máquina lasciva. 

La vendedora escogió el pescado adecuado ante la mirada atenta del comprador y luego procedió a abrir en canal la pieza para sacarle las vísceras, preparándola para ser pasada por la plancha. Mientras tanto hacía bromas a su compañero, otro bajito y simpático vendedor, que  departía con una segunda clienta.

- Lo quiero pequeño -había comentado la clienta refiriéndose a un calamar que le iba a ser despachado.
- Pero no tanto como él, supongo -pinchó la dependienta de los labios carmesíes señalando a su compañero.
- ¡Cuidado, mujer, que una vez estando yo en el horno...! -se defendidó el aludido, intentando evocar alguna antigua hazaña de supermercado.
- ¡Te socarraron, seguro! -contestó la redondita clavando un puñal.
- ¡Quedaría bien quemado! -terció el hombre de la dorada, buscando la mirada cómplice de la pícara vendedora.

Pero no hubo tal complicidad, a pesar de varios intentos repetidos por parte del comprador, y si un distante tratamiento de usted y una despedida amable pero fría. 

- ¡Aquí no hay nada que hacer! -pensó él cuando se marchaba.
- Claro, demasiado joven para mi -se justificó ante sí mismo. 
- ¡Lástima, parece tan voluptuosa! -penó, lamentándose del rechazo



(II)

Antonia esperó- y el corazón le latía con fuerza -a que el hombre se diera la vuelta y regresara. Pero no lo hizo y se perdió entre las estanterías y pasillos de la tienda, arrastrando su cesta de plástico naranja.

- ¡Es que yo con la pinta que llevo así vestida! -pensó ella al verlo partir.
- ¡Estoy gorda, gorda, gorda! -se justificó ante sí misma.
- Es amable, unas bromitas, unos jejés, pero nada de insistir. No tiene interés... -acabó de puntualizarse.
- ¿Quién soy yo para él? ¡Una pescadera! -remató sádicamente.


De camino ya hacia su casa, Antonia fantaseó, proyectándose a si misma una película en la que el apuesto y maduro comprador de doradas regresaba a la parada para comprar algo más- ¿quizás unos langostinos?, ¿unos mejillones, para así explicitar una basta metáfora sexual? -y entablaba de nuevo conversación con ella. Ángel- le gustaba ese nombre supuesto para él, porque podía imaginárselo con alas y una espada de fuego -se mostraba entonces más directo, incluso se le insinuaba en exceso y ella, abrumada por la presencia de su compañero de tienda, debía amarcar distancias para no parecer una fulana. Pero el hombre era capaz de rebobinar y se volvía a comportar en forma más amable y sutil. Finalmente le pedía cita para que tomaran juntos un café y ella aceptaba. Hasta le daba un leve beso de despedida en la mejilla. ¿O debía ser más atrevido y probar de rozarle los labios? Antonia utilizó ambas versiones en su film.

Llegó húmeda a su casa. Estaba caliente y dispuesta a follarse a su marido, aunque al hacerlo iba a pensar en su reciente y maravillosa producción cinematográfica, poniendo ya a punto las escenas de cama. Pero Javier estaba cansado y tumbado en uno de los sofás, donde quedaría dormido al poco rato. ¡Ay, menos mal que por lo menos le había preparado la cena!

Antonia se fue sola a la cama, ya muy exaltada. La cabeza parecía a punto de estallarle, porque las imágenes se sucedían ahora no en cámara lenta como al principio, sino a velocidad vertiginosa. Al tiempo, eran cada vez más carnales, parecían recorrer raudas como impulsos eléctricos sus venas, nervios y células y tocaban tambores en su sexo, que latía agobiado suplicando placer. Se hundió el rojo consolador, el más grande que tenía, en su vagina, que era ya un mar encrespado. Como una posesa, empezó a penetrarse en un mete y saca salvaje. ¡Él la tendría gruesa, seguro, así sería, así! ¡Y chorrearía mucha leche al correrse, seguro! Es muy mayor para mi, pero eso a mi coño le gusta. ¿Por qué, por qué? Demasiado mayor, demasiado, viejo... ¡Me corro, me corro, hostia, hostia, me corro!

El orgasmo de Antonia fue de dinamita. Su consolador casi cobró vida al recibir las caricias y contracciones que la vagina de la mujer ansiaba ofrecer a la verga de Ángel. Sería hermoso, imaginó, aun entre espasmos de placer y hundiéndose ya en una sedante relajación, un hijo de aquel hombre... ¿Por qué pensaba tales cosas?