Pasé la mano puesta de perfil, como un cuchillo, por el surco que recorría la espalda de Elia. Pensé al hacerlo que cortaba la carne prieta de la hembra y que rompía una a una las vértebras de su columna. Pero no pretendía con ello darle muerte sino, bien al contrario, que vibrase con nuevos acordes su vida.

Me parecía la espalda de Elia una cordillera poderosa y joven, nacida hacía poco del choque telúrico entre una magmática lujuria roja y una inasible espirtualidad azulada. Al pasar por los espacios de su accidentada pero suave orografía, ésta me respondía con temblores y erizamientos de piel, con suaves gemidos y ayes emitidos desde la boca de aquel cuerpo volcánico. Y así, una vez y otra, puesta en una posición y cambiada luego a otra, mi mano se paseaba insistente por aquella espalda, cultivándola y sembrándola de deseo.

Penetré finalmente en el agujero de su culo porque así me lo pidió y así se me ofreció. Su coño encharcado recibió al tiempo otra verga también muy deseada. Así, doblemente entrada, era como Elia conseguía disfrutar de sus mejores orgasmos y así era también como podía llevarnos a sus amantes a tocar casi el cielo, arrastrándonos con fuerza cósmica dentro de su huracanado torbellino de estallidos y de descargas brutales y convirtiéndonos en lava encendida del interior de la Tierra o en átomos fusionándose dentro del Sol.

La sacerdotisa Elia, se hacía llamar y la llamaban, porque ofrecía sacrificios continuados a su travieso dios del sexo y porque no quería otra cosa sino gozar y hacer gozar. Y seguramente más lo segundo que lo primero. “Soy bella y bestialmente lasciva. El sexo es para mi un alimento sagrado, pero de lo que más disfruto es de darme y de que los demás disfruten de mis dones”, así me habló Elia un día.