Mientras Berta, sentada en el sofá, la escuchaba, Belinda desarrollaba múltiples tareas en la casa, una de cuyas principales finalidades era la de exhibirse. Sin duda, Berta lo reconocía, su amiga lo hacía con elegancia y con una teatralidad muy estudiada que hacía aparecer lo premeditado como casual. Así, Belinda, que la había recibido hacía sólo cuestión de unos cinco minutos, muy formalmente vestida con el atuendo propio de una respetable doctora en días de consulta, se hallaba ya semidesnuda, cubierta sólo por unos pantaloncitos cortos verdes muy ajustados y mostrando plenamente el palmito de su cuerpo. Pero en apariencia Belinda lo que quería era simplemente enseñarle a Berta los mínimos pantalones, que pensaba usar para hacer espining.

¡Ay! La taimada Belinda sabía bien donde iban a ir los ojos de su querida Berta, mientras ella comentaba, moviéndose con suma gracia, el corte de los pantalones verdes de deporte. Porque aunque Belinda se amaba y deseaba a sí misma por entero, conocía de sobra el magnetismo abrumador de sus pechos, aquellos dos deliciosos quesos de tetilla, como gustaba de decir utilizando la metáfora gastronómica. Pero era cierto, las tetas de Belinda, por su forma, curvas y líneas parecían haber inspirado a los queseros gallegos y sin duda estaban para comérselas. No sólo la grávida consistencia de aquellas tetas resultaba seductora- "Su propio peso hace que caigan firmemente", dijo en una ocasión Belinda -sino que remataban en dos aureolas morbosas, grandes y cónicas, rugosas, en las que el pezón poco destacaba del resto. Éstas venían a ser como el cúlmen luminoso de dos cúpulas impresionantes, diseñadas por el gran arquitecto ADN.

Y aquellas tetas mareaban. Así pues, Belinda tardó poco en poder dejar de hablar de sus pantalones. De repente, con seguridad y sin transición alguna, cortó su discurso y, poniéndose a horcajadas sobre los muslos de Berta llevó una de las tetas cerca de la boca de su amiga. Berta no se hizo rogar y comió con gusto el manjar que se le ofrecía. Llovieron luego orgasmos duarnte un tiempo, a veces en forma tranquila, con gotas menudas pero constantes, y otras de manera tormentosa, con relámpagos y fuertes truenos como gritos animales. Luego vino la calma, salió el sol y las dos amigas pudieron hablar. Berta puso a su amiga confidente al día de su situación respecto a Tesifonte.

- Te has convertido en un apéndice del Peliponte ése, Bertita.
- Tesifonte,Tesifonte...
- Bueno, como se llame. Pero es como si no existieras más que para él. ¿Qué harías si desapareciera, suicidarte?
- ¡Caray, qué bruta eres, pues no lo he pensado!
- Pues convendría que lo hicieras. Ningún apego es bueno, amiguita.
- A mi me da lo mismo ser un apéndice. Creo que el goce que voy a experimentar con él será tan intenso que todo me da lo mismo. ¡Igual levito y todo!
- ¿Levitar? En las nubes estás, desde luego. ¿Quieres un consejo?
- Para eso estoy aquí.
- Pues, coge ya ahora mismo tus bártulos y vete a follar de una vez por todas con el Tutifronte. Así verás que es de carne y hueso y se pasarán tus angustias masturbatorias.
- Es que yo no quiero que se pasen. Y se llama Tesifonte...
- Vale, pues que no se pasen, pero por lo menos te relajarás y perderás impulso obsesivo.

Como casi siempre cuando diagnosticaba, la doctora Belinda tenía razón, de forma que Berta decidió seguir sus consejos. Antes de que Berta marcharse, no obstante, una última nube rezagada descargó sus humedades sobre las dos lascivas amigas.