En la gran tienda, repleta de aparatos eléctricos, electrónicos e informáticos, Berta subió y bajó escaleras mareada. Deseaba huir de su obsesión, que cada vez la atosigaba con mayor virulencia. Quizás, pensó, salir de compras la ayudaría en aquella tarde gris de viernes.

Pero finalmente Berta resulto de nuevo vencida. La imaginaria lengua de Tesifonte paseaba de nuevo por sus labios morbosamente excitados, tensos anhelando el goce, húmedos por los flujos que ya chorreban y Berta tuvo que buscar consuelo en el escondite más próximo que encontró, tras la puerta de uno de los almacenes de la tienda. Sabiendo que lo que hacía era muy arriesgado pero llevada por un impulso ciego, se desnudó casi por completo y empezó a masturbarse alocadamente.

Tras unos segundos, cuando ella estaba ya enfilando su primer orgasmo, entró en el lugar uno de los dependientes de la tienda. El joven se quedó en principio algo pasmado contemplándola. Berta, que ya estaba muy fuera de sí,  fijó sus ojos en los del hombre y continuó masturbándose. Asumir un riesgo puede tener consecuencias, así Berta vio como el dependiente, de repente firmemente decidido, se bajó pantalones y eslips y, en una posición algo inestable, consiguió penetrarla mientras la empujaba sobre unas cajas. La actitud de Berta no fue sin embargo la de rehuir la acometida u oponer resistencia, sino que, al contrario, estimuló al joven para que sus embestidas fueran lo más fuertes posible. Al poco todo a su aldededor estaba escupido de esperma, como ella misma, que lo goteaba. El improvisado follador se marchó casi corriendo y Berta se castigó el clítoris nuevamente, para seguir corriéndose.

Aquello requería arreglo y había que tomar medidas. No sólo ponía en peligro su propia seguridad y su salud, sino que incluso provocaba que fuera infiel a Tesifonte, en una curiosa paradoja. Y eso, seguramente, era lo que más le dolía de todo.