Adela llegó una vez más con la lengua al botón hinchado de su amiga y lo toqueteó con suavidad. Cristina respondió con un ¡ay! deseoso, un gemido suave pero tenso que traducido al habla de los amantes lascivos significaba un ¡sigue y avanza! imperioso. La peticionaria, sin embargo, no pudo evitar ser más explícita y la rotunda frase "Dame gusto, mi puta! salió ametrallada luego de sus labios.

Y Adela, sí, respondió con arte al llamado de su querida Cristina, deslizando con habilidad la lengua para hacerla danzar con un clítoris vibrante que demandaba placer. La mujer tuvo que hacer un considerable esfuerzo para concentrarse en el virtuoso cometido, porque su sexo y su vientre sentían ya la tremenda presión del volcán del orgasmo a punto de estallar. El amante de Adela, Jasón, la penetraba con fuerza, cada vez con más ímpetu, embestida a embestida, y los estallidos clamorosos no podían tardar en llegar.

Se sintió morir de placer, acosada por dos impulsos poderosos y contradictorios: el de dar satisfacción a su amiga y el de correrse ella bestialmente como deseaba. Ya no sabía si le faltaba aire o si, por el contrario, podía inhalar de manera indefinida todo el que quisiese. Bocanadas de olor a sexo le llegaban desde el coño de Cristina, duras y muy densas, expresando en aromas una intensa carga lujuriosa. Este aire, que quizás en otras circuntancias le habría resultado repulsivo, ahora la alimentaba molécula a molécula y lo quería todo.

Imaginó que se encontraba atada a cuerdas que la estiraban en sentido opuesto desde cada brazo y desde cada pierna y que iba a ser descuartizada por sus amantes. Cristina tensaba sus músculos y articulaciones hacia un lado, Jasón al lugar opuesto. No obstante, con fuerza sobrehumana, jaló de los cabos que pretendían partirla en trozos y los fue acercando hacia ella. Insistió, mientras su lengua traviesa daba los últimos toques al clítoris encendido de Cristina y Jasón, ya a punto de reventar el mismo, la penetraba como una máquina.

Finalmente pudo juntar, en su mente y en su cuerpo, un extremo y otro y se dejó ya ir, riéndose, arrastrada por la ola de un orgasmo muy fuerte pero tranquilo y largo. Mientras permitía que los espasmos de placer la invadiesen, anegándola una vez y otra, sintió  las vibraciones repetidas de Cristina, cuya mano estrechaba la suya con desesperación; sintió la leche de Jasón encharcándola y pudo ver el hermoso rostro del hombre transformado y embellecido aun más por la violenta descarga. Las otras parejas cercanas se aplicaban también a encender sus cuerpos.

Aquellas situaciones eran para ella vivificantes, una droga sagrada, y tenían efectos tan poderosos como su mismo amor por Andrés. Sabía, sin dudarlo, que era suya, como también sabía, sin dudarlo, que la horda tenía que poseerla y que su goce, animal y celestial, manaba de la infinita tensión de aquel punto medio.

¿Dónde estaría él ahora?