El viento sopla en la planicie, suave pero constante, cargado de electricidad, densamente húmedo, anunciando, quizás de manera cierta, quizás mintiendo, una tormenta próxima. La naturaleza se abre en el campo casi desierto, se enseña, muestra sus interioridades. Y el caminante marcha, paso a paso, mirando a veces atrás con nostalgia, a veces hacia delante con inquietud y ansia pero a menudo sólo a su alrededor y a su presente.

Una vez más el andariego ve a la diosa que se le muestra. De repente, como un animal al acecho, aparece Ella. Desnuda, a medias acuclillada sobre unas balas de paja que se hallan en el medio de uno de los campos. La posición que mantiene sería de incierto equilibrio para cualquiera pero la lasciva Inmortal la adopta con soltura. Los muslos muy abiertos forman una doble uve cuyo pico central es el coño de la divina hembra.

Llega un aroma narcótico, criminal, en el que cabalgan la suave piel de Aquella que no puede morir, los matices de su cabello al viento, el fragor de batalla de su sexo siempre dispuesto, la paja apilada y el aire que acumula vapor y que se hace gris cuando asciende y negro casi sobre la diosa que se exhibe. Mi Amante llama para que la conquiste.