El macho cabrío presidía el sillón de trono en el que Ella se estiraba. Los huesos descarnados del animal, sus grandes cuernos curvados, señoreaban el respaldo del asiento barroco, tapizado de rojo y de maderas pintadas con un barniz que rememoraba oros. Como un arquetipo mítico, el cráneo esparcía significados y metáforas y entre ellos, sin duda, se encontraba el de que sólo un macho poderoso podría poseer a la que se exhibía abajo. Pero también nos hablaba de lo incierto de la fidelidad, forzada o voluntaria, de una mujer tan bestialmente lasciva, aunque su celador, siempre en guardia, fuese bravío y violento.

Y en la sombra estaba Él, invisible, pero ciertamente presente, celoso y vigilante de aquella fuente inagotable de sensualidad, de fluidos narcóticos siempre nuevamente deseados. Por mi parte me hallaba envuelto en lo oscuro, temblando, sintiéndome desvalido y débil, pero al mismo tiempo impelido a acercarme a Ella y a tocarla, a juntar mi piel con la suya, a comerla, a penetrarla, a batir mis cojones contra su sexo, clap-clap-clap, entrada a entrada, embestida a embestida, tensa y persistentemente, perdiendo el aire asfixiado pero con mil agujas de placer clavadas profundamente en carne.

¿Qué estaba haciendo? El aroma de la reina en su trono me llegaba, me golpeaba, caía sobre mi como el salivazo venenoso de una sierpe: una mezcla de crudo sexo encharcado y de sutiles vapores casi florales emanando de aquella piel finísima y tersa. La soberana se estiraba contorsionándose con lentitud, enseñando cada una de las partes de su anatomía lujuriosa, modulando su impacto, lanzando cañonazos mortíferos. Sin duda Ella sentía el peligro, lo gozaba, sabedora de que a cada paso que Yo daba podía estar acercándome a mi final. Pero también le llegaban mi deseo desbocado, mis ansías desmesuradas por poseerla y esa locura que podía llevarme a la muerte por Ella. Y desde luego quería abrirse al que era capaz de inmolarse por tenerla.

Así pues, aunque todo era incierto, paso a paso, rompiendo lo negro, con mis brazos y piernas siendo cuchillos, me acercaba al trono. El gozo de la hembra soberana, la muerte a manos de su celador o quizás ambas cosas, me estaban aguardando.