Alexia, aun en la ducha, pudo oir como su marido se despedía de ella y cerraba la puerta de la casa. Estaba sofocada, muy sofocada. En su cabeza batallaban a muerte sentimientos muy contrapuestos y cada uno de sus choques, acerados y sanguinarios, suponía una oleada de impetuosas sensaciones que le removían el cuerpo. Se hallaba presa al mismo tiempo de una excitación sexual brutal, de un miedo feroz a dejarse llevar por sus impulsos y de una rabia al rojo, que tenía como destinatario al mismo hombre que movía su lascivia y desataba los punzantes temores.

Aquel patán, pensó mientras se secaba temblando, no merecía realmente ni un instante de su atención. Tampoco era acreedor su marido de una infidelidad repetida. Podían haber influido en el primer desliz la sorpresa misma y también, preciso era reconocerlo, esos deseos de sexo fuerte que la acosaban desde hacía un tiempo y a los que su querido Matías no podía responder aunque a veces lo intentase. Pero ahora, sabiendo ya a lo que se enfrentaba, ella debería poder poner fin a aquel asunto...

Se puso la bata nerviosa, tenía la piel erizada, de gallina, y, ¡ay!, los pezones tan hinchados que parecían a punto de reventar. Fue hacia su dormitorio para vestirse pero obraba con torpeza, los movimientos eran lentos y descoordinados, de tal forma que, como si estuviese en una pesadilla, no conseguía ponerse las ropas. Entonces sonó el timbre. Casi lloró y casi salió disparada hacia la puerta. Al abrir se dio cuenta de que llevaba la bata entreabierta... Ante ella estaba Hipólito, grande como un armario, con brazos como mazas y su cara recia, angulosa, de barbilla pétrea. Aquel patán, aquel misil de testosterona, había cumplido su promesa y allí estaba, a las nueve y media de la mañana del jueves. Miró a Alexia con ojos deseosos y burlones, mientras una bocanada de olor a sudor le llegaba a la mujer cubriéndola, eso sintió ella, casi por entero.

- ¡Vaya, vaya, vaya, mira como me espera la putita!

A Alexia le faltaba el aire. Una lágrima le resbaló por la mejilla.

- ¡Vete, cabrón! ¡Ya te dije que no quería saber nada más de ti!

- Nadie lo diría, considerando el recibimiento


Hipólito empujó a Alexia hacia el interior de la casa. Ella opuso alguna resistencia pero sus fuerzas eran pocas en relación a las del encelado macho que invadía su espacio. Alexia prorrumpió en llanto, una angustia profunda comía su pecho. Súbitamente, sin embargo, una ola de rabia la anegó por entero, ¡aquél bestia zafio osaba tocarla!, y disparó un puño contra la cara del hombre. Sintió como sus dedos parecían hacerse añicos al impactar en el rostro duro de Hipólito. Pero su ira era tan intensa que el golpe resultó efectivo y el hombre gimió, dio contra una pared al retroceder y al final acabó en el suelo.

- ¡Estás loca, tía! ¿Qué te pasa? ¡Pero si estás muerta de ganas!

Tras el esfuerzo que había realizado para golpear, Alexia quedó postrada en el sofá del salón. Miraba hacia Hipólito lloriqueando. Sin ser consciente de ello y como una niña que se estuviera calmando chupándose el dedo, Alexia se toqueteaba el clítoris con los dedos de una mano, mientras el dorso de la otra, nerviosa y descontrolada, resbalaba una y otra vez sobre sus tetas y pezones encabritados, aparentando querer ocultar su desnudez pero  buscando, realmente, calmar su sed de piel.

Hipólito era un soberbio amante natural, de forma que las claras señales de Alexia no se le podían escapar. Hizo casi omiso de sus palabras y del doloroso golpe que aun hacía vibrar los huesos de su cara y se desvistió con calma. Su verga apareció firmemente preparada para la acción, gruesa y caliente. Tambaleándose como una muñeca mecánica, Alexia se levantó del sofá y fue hacia la ventana del salón, cuya persiana se hallaba alzada por completo. Se apoyó con los brazos en los cristales llorando. Al otro lado de la calle, una única ventana daba frente a la suya pero se trataba de un piso desocupado.

- ¿En seco o con engrasante, reina? -preguntó Hipólito a Alexia mientras le acercaba por detrás su falo ercto.

La respuesta de Alexia fue un gemido lastimero, seguido de un nuevo golpe, dado girándose ciento ochenta grados, esta vez dirigido al pecho de Hipólito, que lo recibió gallardamente, aunque volvió a dolerle. Untando de saliva los dedos de una mano, el hombre la llevó luego al agujero del culo de Alexia, lubricándolo. A continuación acomodó las caderas de la mujer, que se había vuelto a poner en posición receptiva y, poco a poco, fue penetrando dentro de su ano. Las quejas repetidas de Alexia no impidieron que con sus propios movimientos facilitase la entrada del animal de Hipólito. Así, un leve toqueteo de la mano del hombre sobre su clítoris bastó para que se corriese por primera vez, lo cual paradójicamente pareció aumentar su pena. Pero el placer que sentía ahora Alexia empezó a ser tremendo, ganando la partida a sus otras sensaciones. Con la polla hundida en su agujero sintió que le quemaban los riñones, al tiempo que su sexo parecía disparar una sinfonía de sensaciones absolutamente narcóticas. Drogada ya de placer, Alexia fue feliz cuando Hipólito levantó sus muslos mientras continuaba enculándola. Frente al ventanal Alexia lloraba, reía y orgasmaba a la vez de manera repetida.



De repente, Alexia vio como en la ventana opuesta aparecía la figura de su marido, que quedó petrificado ante la escena que, a relativamente pocos metros de él se estaba desarrollando. Por un hecho fortuito la inmobiliaria para la que trabajaba lo había enviado, justamente en aquel momento, a revisar aquel piso en venta. Matías vio a Alexia y Alexia vio a Matías. Pero la copuladora estaba ya tan narcotizada por la lascivia, era tan intenso el placer que experimentaba, que continuó follando sin parar. El miedo que sintió al ser descubierta se mezcló con un goce intenso en una combinación oscura y potente. Tuvo finalmente un orgasmo brutal mientras también Hipólito descargaba en su culo. El flujo que chorreó del coño de Alexia se mezcló en el suelo con la leche goteante de Hipólito. Frente a Matías, inmóvil y con los ojos como platos, una soberbia escultura quedó a la vista: Alexia, abiertos sus muslos y sostenida por los brazos rocosos de su amante, con la gruesa verga de éste penetrándola, las tetas de pezones encabritados exhibiéndose y la cabeza ladeada y medio caída, con el rostro exhausto de dolor y placer, era como una sacerdotisa puta que acabase de ofrecer su sacrificio.