Berta tenía ya dolorida la musculatura del bajo vientre a causa de los espasmos orgásmicos repetidos. Sin embargo, el dolor y el cansancio no impedían que se continuara corriendo con fuerza. Ella misma era la primera sorprendida por su resistencia y por la tremenda capacidad de las muy sensibles terminaciones nerviosas de su clítoris para no adormecerse y continuar vivas, impetuosas, ansiosas por vibrar, como en una descarga que ocurriera tras largo tiempo de abstinencia sexual.

Pero, ciertamente, la situación era muy distinta a la que supondría no haberse corrido en días, en semanas o quizás en meses... ¡porque Berta llevaba casi dos días enteros masturbándose de manera continuada! El ritmo era mucho más intenso por las noches y en los momentos en que la mujer podía quedar en soledad, pero incluso cuando estaba trabajando o compartiendo actividades con su familia, Berta desaparecía durante unos minutos y se toqueteaba hasta correrse en el baño o tras la puerta de cualquier habitación. Estos momentos, parecidos a los que el yonqui busca para inyectarse o el alcohólico  para beber unos tragos, a pesar de su brevedad y estrés le proporcionaban curiosamente estallidos de los más poderosos.

Y las imágenes, aunque se repetían, siempre giraban alrededor del mismo personaje deseado, su ansiado Tesifonte, que se llamaba así aunque pareciera una broma, como uno de  los míticos varones apostólicos de la Iglesia católica. Tesifonte tenía, como aquellos santos de manual, una presencia lejana pero robusta, siempre envuelta en la bruma de hechos que, aun ocurriendo en el mundo, se originaban fuera de él.

Imaginaba Berta la lengua y la verga de Tesifonte fustigándola, bailando con su clítoris y humedeciéndole el coño. El cuerpo del lascivo varón envolviéndola, su piel cubriéndola como si fuese una vestimenta de seda. Sus palabras arropándola. Y su espíritu, el celestial e inanimado ímpetu de Tesifonte, siendo el descanso por ella tantas veces buscado.

Y aunque Berta sólo conocía a su amado por fotos, correos electrónicos y conversaciones de teléfono, su deseo se había hecho tan, tan intenso, que en los últimos días casi llegaba al paroxismo. Una y otra vez sus dedos índice y corazón sujetaban suavemente entre ambos un clítoris encabritado y con movimientos ya muy probados, moviéndose hacia arriba y hacia abajo, lo llevaban a un nuevo orgasmo. Cuando iba llegando al clímax, en los momentos en que se instalaba en un goce en ascenso pero aun tranquilo y sostenido, Berta visualizaba historias y rememoraba frases de Tesifonte. “Existen diversas opiniones sobre la etimología de la palabra clítoris” Los dedos se deslizaban sobre el botón, arriba y abajo. “Hay quien piensa que viene del griego 'kleitoris' que significa colina o ladera”. ¡Qué gusto!, arriba y abajo, ¡ay!. “Otros afirman que procede del verbo 'kleitoriazein', que significa tocar o hacer vibrar lascivamente” ¡Más rápido!, abajo y arriba, ¡hostia, hostia!. “Finalmente hay quien piensa que la palabra 'kleitoris' significaba originariamente divina o diosa” ¡Más rápido, más rápido!

El clítoris estalló de nuevo y Berta, sentada ahora en el sofá y desnuda pero con los sujetadores puestos y las copas bajadas enseñando las tetas, como sabía le gustaba a Tesifonte, se inclinó hacia delante descargando. Tuvo que sujetarse en una silla cercana y el espasmo fue largo, mezclando el placer con el dolor de una carne ya exhausta de tanto gozar.

Soñó luego como la lengua de Tesifonte descansaba plana sobre su vulva durante unos largos segundos, reiniciando después  su marcha para pasearse por unos labios interiores ya muy hinchados y receptivos. Berta era torturada por la lentitud premeditada del varón lascivo y sufría, mientras su pequeño clítoris esperaba, ya fuera de su capuchón, los toques mágicos que lo harían reventar. Entonces llegaría el clímax volcánico, cuando unos dedos sabios presionaran las excitables zonas rugosas de la vagina y la lengua diestra hiciese bailar alocadamente el botón repleto de sangre. Sería un orgasmo incomparable...

Berta recuperó la conciencia acuclillada en el suelo, con el corazón latiéndole como un gran tambor, el olor de sus fluidos impregnándola y las baldosas bajo su coño encharcadas por las descargas repetidas. Pensó que no podía seguir de aquella manera y que era preciso hacer algo que le permitiese recuperar la cordura.

(Continuará)